Hay situaciones de la vida que, por su dramatismo, conviene no comentar ni glosar demasiado. Es mejor dejar que se expresen por sí mismas. En la vida de Don Bosco, uno de esos momentos sucedió durante el verano de 1846. Durante días, estuvo a punto de morir. Que sea hoy el propio Don Bosco quien nos lo cuente:
“El enorme trabajo que tenía en las cárceles, en el Cottolengo, en el Refugio, en el Oratorio y en las escuelas, me obligaban a trabajar de noche si quería redactar las mencionadas obritas, que necesitaba sin falta [Don Bosco había comenzado por entonces su prolífica producción de textos religiosos]. Por ello, mi salud, ya de por sí bastante delicada, se quebrantó de tal forma que los médicos me aconsejaron abandonar toda ocupación.
El teólogo Borel, que me apreciaba mucho, me envió para reponerme a pasar una temporada con el cura de Sassi, a los pies de Superga. Descansaba durante la semana, y el domingo ya estaba en el Oratorio trabajando. Pero no era suficiente. Los jovencitos venían a visitarme en grupos. A ellos se añadieron los del propio pueblo. Total: que ellos me molestaban a mí más que si estuviese en Turín, y yo a ellos, pobres, los llevaba de cabeza. No sólo los que frecuentaban el Oratorio acudían, se puede decir que cada día, a Sassi, sino, además, los alumnos de los Hermanos de las Escuelas Cristianas […] Sigue leyendo...
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