Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo:
«Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún.
Juan 6, 52-59
Comentario (José Joaquín Gómez Palacios, sdb) En estos días estamos leyendo el capítulo 6º del evangelio de Juan. El desarrollo de este capítulo del Evangelio de Juan es un proceso gradual que va creciendo en interioridad teológica y en tensión: Del milagro de la “multiplicación de los panes” pasa al tema del “maná del desierto”. Del tema del “maná, al tema de “comer la carne y beber la sangre” de Jesús, causa final del rechazo de sus seguidores.
«Cuerpo y sangre» equivalía para el antiguo Israel a «la vida». La sangre era el símbolo más fuerte de la existencia. Por ese motivo los antiguos judíos tenían prohibido comer la sangre de los animales. La sangre era la vida... y ésta pertenece a Yahvé.
Cuando sacrificaban un animal, lo desangraban cuidadosamente a fin de no consumir su sangre.
Según la mentalidad judía «la expresión comer la carne y la sangre» supone una fuerte unión personal, no sólo física, sino también en espíritu, ideas y acción. Los cristianos de nuestro tiempo hemos «perdido» mucho tiempo cavilando cómo Jesús está presente en el pan y en el vino... ¡Qué poco tiempo hemos dedicado a adherirnos al proyecto de vida que nace de compartir la Eucaristía!
Tras la muerte y resurrección de Jesús los primeros cristianos comenzaron a repetir el gesto de la Última Cena: La Eucaristía. Cuando llevaban ya varias decenas de años repitiendo este gesto del Señor, el evangelio de Juan reflexiona sobre esta práctica ya extendida. Para aquellos primeros cristianos, el problema de la Eucaristía no radicaba en comprender de qué misteriosa forma Jesús podía estar presente en el pan y en el vino. El problema estaba en que muchos judíos no llegan a comprender el planteamiento fundamental de Jesús: El Jesús que ellos buscaban era un Jesús poderoso que pusiera en acción sus energías milagreras y les solucionara el problema del hambre. Jesús, por el contrario, buscaba personas que entendieran y se adhirieran a su proyecto de humildad, entrega y sencillez.
Para la realización de este proyecto era necesario pasar de la imagen de un Jesús poderoso a un Jesús que se entregaba como las víctimas de los sacrificios, ofreciendo su «carne y sangre».
Para el educador cristiano, creer en la Eucaristía no significa solamente aceptar que Jesús está presente en el pan y en el vino. Creer en la Eucaristía significa estar convencido que para transformar el mundo no hay que utilizar el dominio, el poder, la violencia, la ostentación, la competencia y la riqueza... sino el camino de Jesús: la cercanía a los más sencillos, el ofrecimiento y la entrega gratuita de las propias cualidades.
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