Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo:
«Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste.
Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.
Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese.
He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo.
Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado.
Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me diste, y son tuyos. Sí, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti».
Juan 17,1-11a
Comentario (José Joaquín Gómez Palacios, sdb) Este texto se conoce como la «Oración sacerdotal» de Jesús, desde que así lo denominara el teólogo protestante David Chytaus. Este título se justifica porque Jesús es como un sacerdote que se ofrece a sí mismo y reza por su pueblo. Y tiene sentido porque Jesús está próximo a ofrecer su vida como sacrificio para salvación de todos.
Cuando Jesús habla de su «hora», nos está hablando del momento definitivo que coronará su carrera mortal: su muerte. Su muerte es «su hora».
Fueron los profetas del Antiguo pueblo de Israel quienes acuñaron esta expresión: «la hora» Con ella hacían referencia al momento en el cual iba a terminar este tiempo y a llegar el inicio del Reino de Dios. «La hora» es el momento en el cual terminará un mundo de injusticias y sinsabores y dará comienzo el tiempo del Mesías.
En el evangelio Jesús identifica esta «hora» anunciada por los profetas con el momento del sufrimiento y la muerte: el momento en el cual Él entregará su vida por todos.
Aunque suene extraño, para Jesús su muerte era lo más positivo de su vida. Ella era el momento de entregar su vida por los demás, de ratificar la veracidad de sus enseñanzas y de confirmar la validez de sus obras.
Cuando los evangelistas citen la hora de la muerte de Jesús, dirán que ocurrió alrededor de las tres de la tarde. No es un dato cronológico, sino teológico: Las tres de la tarde era la hora en la que se realizaba el sacrificio de la tarde en el Templo de Jerusalén. Jesús está ofreciendo su vida de igual forma que sobre el altar de piedra del Templo de Jerusalén se están sacrificando los corderos.
En este ambiente Jesús va manifestar su principal preocupación: Los discípulos que están ahora con él, y los discípulos que seguirán el camino hacia Dios que Él va a iniciar.
Ser creyente es participar de este camino que abre Jesús hacia Dios.
«En medio del mundo»
Las primeras comunidades cristianas se extendieron rápidamente por la cuenca del Mediterráneo.
Las primeras ciudades donde se establecieron fueron las de Asia Menor: Éfeso, Antioquía, Esmirna, Sardes...
Estas ciudades eran grandes urbes, algunas de más de 200.000 habitantes (Antioquía y Éfeso). Todas ellas estaban habitadas por ciudadanos de cultura griega.
En sus calles se alzaban templos en honor a los dioses paganos.
La cultura griega erigió también multitud de teatros, anfiteatros, hipódromos, gimnasios...
Los primeros cristianos se vieron inmersos en este mundo pagano. Lejos de acobardarse,
fueron capaces de anunciar el mensaje de Jesús de Nazareth con palabras y gestos comprensibles para aquella cultura.
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